
El
Estado sureño ha impulsado la ley más restrictiva del país, dentro de una
ofensiva conservadora nacional, pero el viacrucis para las mujeres lleva ya
muchos años.
Son
poco más de las 4.30, pero en el 811 de la calle South Perry de Montgomery ya
ha empezado el trajín. Tres hombres rezan de rodillas en la oscuridad, de
espaldas a un edificio bajo y envejecido, que alberga una de las tres únicas
clínicas que practican abortos en Alabama.
Llega
un cuarto, David Day —según se presenta—, con una cámara Gopro adosada al pecho
y el cartel con la imagen de un feto ensangrentado cargando en sus manos.
Se
queda de pie y en la casa contigua al centro médico, solo separada por un
aparcamiento, los voluntarios del grupo PowerHouse también han empezado su
jornada.
Bianca
Cameron-Schwiesow y Margeaux Hartline se enfundan los chalecos de colores y
sacan los paraguas al porche.
Poco
a poco van apareciendo los demás escoltas, más de una docena. Es viernes, único
día de la semana se esperan 20 pacientes.
Bianca
y otras dos escoltas acuden a recoger a la mujer, la cubren con grandes
paraguas abiertos.
Salen
del coche y caminan de su brazo hacia la puerta de la clínica, un trayecto de
menos de 100 pasos para lanzar admoniciones hacia la nube de paraguas bajo la
cual se oculta la joven.
Dos
agentes de policía controlan que nada se vaya de las manos.
Pero la sensación de ilicitud y clandestinidad ya es
palpable, sin leyes de por medio, en este trozo de América. De madrugada,
escondidas tras paraguas, entre gritos e insultos, así abortan las mujeres en
Alabama.
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