Por Néstor Estévez
Cuando todavía la sociedad
dominicana contaba con alta composición rural se usó un personaje campesino
para promover aspiraciones presidenciales.
Era Don Chencho, con su
simpática expresión para responder a ¿cómo está usted? De manera muy natural
decía: -Aquí, rompiendo tocones y esperando las elecciones.
Ahora parece que no habrá que
esperar tanto como Don Chencho. Así, como sin darnos cuenta, y aunque faltan
dos años para las elecciones nacionales, estamos de lo más entretenidos,
estamos en campaña electoral.
Podrán faltar los afiches,
las enormes vallas y los “bandereos”, pero las otras actividades de campaña van
tomando cuerpo, ocurriendo con frecuencia creciente y asumiéndose como
oportunas y muy normales.
El propio presidente de la
Junta Central Electoral ha referido que en todas las legislaciones electorales
dominicanas existe un vacío porque, aunque el organismo imponga cualquier tipo
de sanción administrativa, no existe el procedimiento para aplicarlas.
El tema guarda relación con
los aparentes motivos que suelen caracterizar a las actividades vinculadas al
quehacer político, fundamentalmente a la política partidista. Y es entendible
por una singular dualidad muy propia de esa disciplina.
Sencillamente, eso que para
el común de la gente despierta pasiones y hasta ha llegado a provocar desde
simples distanciamientos entre familiares o amigos hasta lamentables
desgracias, por no saber dirimir diferencias de simpatías, cuenta con una
especie de “parte atrás”.
Ocurre que ese modo de
conducir al que llamamos “política” apela a esa característica emocional de los
seres humanos, pero su gestión obedece a una lógica puramente racional. De ahí
que una de las recomendaciones fundamentales para la actividad política sea
“contar con estrategia para ganar y con tácticas para no perder”. Es tan
sencillo como que la razón debe ser lo suficientemente capaz de “torear” esas
situaciones que las emociones puedan provocar.
En consecuencia, aunque se
haya planteado de manera aparentemente generalizada que “este país no aguanta
elecciones cada dos años”, lo real es que, quienes viven de eso y para eso
hacen hasta lo indecible para contar con “vida y en abundancia”.
Y no es que las campañas y
las elecciones sean malas. De hecho, en sociedades organizadas y con mucho
mejor nivel de vida que la nuestra suelen realizar elecciones y hasta
plebiscitos con una frecuencia verdaderamente inusual, con muy valiosas
diferencias en relación con lugares en donde un candidato se escoge con
criterios muy similares a los que sirven para apostar a un gallo o preferir un
equipo de béisbol.
En aquellas sociedades, desde
una infidelidad conyugal hasta una violación de tránsito, y ni decir cuando se
trate de algún acto de corrupción, son motivos más que suficientes para
renunciar al cargo público, retirarse de puestos dirigenciales y hasta
abandonar toda actividad partidaria.
Pero en estos lares parece
faltar mucho para que la actividad política se asuma con esos estándares,
máxime a juzgar por comportamientos que son “pan nuestro de cada día” en ese ámbito.
En estos lares, esa
emotividad que nos caracteriza es muy hábilmente aprovechada para que no haya
mayores diferencias entre entretenimiento y escoger a quien nos represente y
tome decisiones que, según dice en ciertos papeles, repercutirán en beneficio
de las grandes mayorías nacionales.
En sentido general, se ha
provocado que la gente pase de homo sapiens a homo videns. No por casualidad se
prefiere los afamados “tutoriales en video” a par de cuartillas con algunas
ideas. Se ha aprovechado esa comodidad, para no llamarle vagancia, de preferir
las imágenes, que se han encargado de destronar al texto. ¿Cuánto falta para
desterrar el verbo imaginar?
Para ayudar a quien no haya
caído en la cuenta: imaginar es hacer imágenes en la mente. El texto promueve
la imaginación; la imagen la desmotiva.
Mientras, con campaña
permanente, aunque se trate de algo muy contrario a salvar almas, estamos muy
entretenidos. Hasta ahí parece bien. Lo malo es que también estamos cada vez
más desviados de acercarnos a entender que existe una lógica muy racional para sacar
el mejor provecho a costa de quien, abandonando sus posibilidades de operar
racionalmente, solo logra emocionarse y actuar.
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