
POR JOSÉ LUIS ALEMÁN SJ
De todos los sectores económicos dominicanos el turismo gana la primacía por
apoyarse en una ventaja natural comparativa. La ventaja natural la debe a la
naturaleza misma: sol, playa, paisaje, gente espontánea y amable; la ventaja
relativa natural descansa en la escasez de lugares geográficos
comparables y en su cercanía a países de clima más frío y de numerosa y
rica población.
Las ventajas naturales
relativas no son suficientes por la sencilla razón de que permanecerían
inexploradas sin una gigantesca red complementaria que son resultado de la
actividad humana en campos tales como mercadeo, transporte, energía,
infraestructura física e infraestructura institucional. Las ventajas
naturales de hoy tampoco son eternas porque existen otros espacios
físicos similares en los hemisferios norte y sur de la tierra y porque la
“red
complementaria” de la que acabamos de hablar brota de la actividad humana y
ésta no es la misma en todas partes. Hace un siglo Caribe, Trópico y Turismo
eran palabras de uso equivalente. Hoy en día lo de Tropical supera con mucho al
Caribe: México y Centroamérica, Tailandia y Hawai, Thaití y Filipinas,
Galápagos y Rio de Janeiro, la cuenca mediterránea de España, Italia y Grecia,
etc. Unos podremos ser más tropicales sobre todo botánica y zoológicamente pero
playa, clima y sol por lo menos en buena parte del año son patrimonio turístico
común. Por supuesto existen también patrimonios culturales frecuentísimamente
visitados como Francia, Inglaterra, Irlanda o New York y paisajes
geográficos atractivos aunque no tropicales como los países nórdicos europeos,
Alaska o el Cañón del Colorado.
De estos hechos extraemos tres
conclusiones: la competencia turística se ha hecho muy intensa en el mundo; las
ventajas naturales tropicales existen en muchos lugares y contextos;
vital para el desarrollo turístico en el futuro es la creación de una
organización específica de cada país (“marca”)
creada por el hombre.
Como todo proceso productivo
el turismo no sólo crea valor agregado sino incurre necesariamente en los “user
costs” keynesianos, sacrificios de la capacidad de los recursos y del
capital por ser empleados y no dejados ociosos. Todo uso de recursos supone el
costo de desgaste y el de la necesidad de recrearlos si esto es posible.
Entre estos costos figuran en lugar prominente los ambientales. Los
recursos naturales, ofrecidos por la naturaleza, no son eternos: pueden
perderse en caso de no renovarse y puede que ni esto se factible (“depletion”,
vaciamiento en la jerga económica).
Quizás no parezca exagerado
afirmar que no tenemos conciencia plena del desgaste de los recursos
naturales y creamos que lo que es natural no puede perderse.
Costos de uso del turismo
El Informe del PNUD sobre el
turismo dominicano presentó el deterioro ambiental que lo amenaza: desechos
sólidos de la construcción y mal manejo de los orgánicos arrabalizan las zonas
playeras; aguas negras vertidas directa o mediante cloacas individuales de los
hoteles y las contaminadas por el riego y abono contínuo de los campos de
golf infiltran las corrientes subterráneas de agua y las mismas aguas
marinas; demanda extraordinaria de agua agota las fuentes y pantanos y
crea enormes dificultades de transporte; talas de manglares creadores de
insectos pero barreras protectoras contra mareas altas y tempestades
dañan playas y edificios, etc.
Estos gastos se
identifican no como costos ambientales provocados por los hoteles, que lo
son, sino como costos del funcionamiento del turismo con los que las
empresas tienen que lidiar y que rebajan sustancialmente su posibilidad de
seguir operando. Sin agua no hay turistas; con mosquitos habrá menos; sin
campos de golf los acaudalados irán a otras partes. El negocio hotelero
permanente depende de cargar con los costos de uso de naturaleza
ambiental.
Además de estos costos propios
de empresas hoteleras que usan y abusan de recursos ambientales el
mantenimiento del turismo demanda para ser sostenible cubrir “costos
de uso sociales” (hay que llamarlos de alguna manera) para renovar bienes “públicos”
complementarios. Los hoteles y otros centros turísticos tienen que limitarse a
su entorno más cercano. La importancia del turismo como el mejor y más estable
aportador de divisas del país, y como empleador directo e indirecto exigen un
papel activo del Estado tanto para fomentarlo como para mantenerlo.
El Estado fomenta directamente
el turismo abriendo zonas con vocación a servir de centro de actividades
turísticas mediante aeropuertos, puertos y carreteras, y de una manera más
indirecta, porque no se orienta primordialmente al turismo, con la oferta de
una población educada y sana, de seguridad pública, urbanización, sanidad
ambiental, agua potable, electricidad, recogida de la basura, etc. Estas
inversiones físicas y sociales requieren de tanto mantenimiento como las
postuladas por actividades empresariales.
Un país pobre abierto hace
poco tiempo al turismo mundial no logra crear en corto tiempo una red
complementaria integral al desarrollo de las actividades turísticas de modo
sincrónico. Por eso, si el país ofrece buenas oportunidades, nacen
organizaciones voluntarias empresariales que financian y manejan lo que en
otras partes hace el Estado. Así hemos visto surgir aeropuertos “privados” de
fuerte tráfico aéreo en Punta Cana, plantas energéticas comunes para varios
hoteles en Playa Dorada, y sistemas de seguridad en los polos turísticos del
país. No podemos negar, con todo, que los hoteles al incurrir en estos
costos adicionales tienden a descuidar renglones de mantenimiento ambiental que
también cuestionan el futuro de sus inversiones y centran su horizonte en obtener
el mayor beneficio posible en un tiempo mínimo de funcionamiento.
Existen, además otras
actividades necesarias para el desarrollo de un turismo sustentable como
las relacionadas con la arrabalización de la zona alrededor de los
hoteles que superan las posibilidades individuales o colectivas de rentabilidad
de las empresas y que al no ser atendidas tampoco de modo adecuado por el
Estado refuerzan más una explotación intensiva de los recursos
ambientales con mantenimiento insuficiente.
La conclusión de estas
reflexiones es sencilla. La moderna actividad hotelera permanente figura entre
las más complejas de la economía global y definitivamente entre las más
proclives a dañar su propia base natural: los recursos naturales físicos y el
paisaje. La situación se agrava por la presión que impone la competencia
mundial a las empresas turísticas no en último lugar la proveniente de paraísos
de reciente descubrimiento. En esta competencia todos estamos contra todos y,
todavía peor, todos contra la naturaleza. La capacidad dialéctica de
autodestrucción del turismo originada por su mismo éxito es ingente.
Nada anormal que la actividad
internacional busque revertir esta tendencia o al menos frenarla diseñando
complejos sistemas de regulación ambiental, global y nacional, de turismo
y medio ambiente; nada inesperado tampoco que las críticas extranjeras en la
prensa por parte de la competencia utilice la descripción de
defectos ambientales de cada país, físicos y humanos, la “ecología
humana” que describiese Pablo II en la “Centesimus
Annus”, su última gran encíclica social.
Regulaciones
y competencia
Por su inmediato impacto sobre
la naturaleza el turismo reclama regulaciones urgidas estatalmente. El carácter
interdependiente de su naturaleza justifica la elaboración de instituciones
bastante detalladas: densidad de habitaciones hoteleras por área, normas
orientadoras de contaminación y uso de agua hasta en campos de golf,
refrigeración separada de diversos tipos de alimentos, responsabilidad civil y
criminal por daños y enfermedades producidos por mal manejo de la alimentación
y de la calidad de agua, etc.
Rápidamente se entrevé que la
competencia, siempre despiadada, se centra más en la calidad de las
regulaciones ambientales y contractuales del turismo de los diversos países, en
la eficiencia práctica de su urgencia y en la competencia y neutralidad de sus
tribunales aun cuando el demandado sea el Estado o una institución
pública. La quintaesencia del Estado de Derecho es la igualdad de personas individuales
y “morales” ante
la ley y ante los tribunales.
República Dominicana exhibe un
record aceptable de aprobación de convenios y regulaciones nacidas
de la conciencia que tienen los burócratas de su importancia para la
competitividad en especial para las inversiones extranjeras. Urgir convenios y
regulaciones ya aprobados, castigar sin aceptación de personas a
quienes las quebranten y orientar el gasto y los incentivos públicos en
esa dirección se documentan también fácilmente. Desgraciadamente el
cumplimiento de reglas importa más al inversionista extranjero que su
proclamación.
Hay tres tipos de enfoques
justificativos de esa prioridad: la necesidad de poder confiar en personas y
gobiernos de países ajenos al del propio origen a la hora de mover capital al
exterior; el potencial de normas exigibles coactivamente a nivel nacional o
internacional para la disminución de riesgos futuros; el interés de
conservación de los recursos naturales.
a) Invertir implica un
acto de confianza en el futuro de la vigencia de normas forzadas de modo
previsible pero coactivo de comportamiento privado y público independientemente
de la estructura de status o de poder de los nacionales de un país
extraño. Sin esas normas apenas habría inversión extranjera que no se basase en
el uso eventual de la fuerza o de su amenaza por parte del país original del
inversor. Históricamente la inversión extranjera y el imperialismo llegaron a
ser dos caras del mismo fenómeno precisamente por la falta de esas
instituciones. Muchas veces, sin embargo, se pasa por alto que la fuerza era un
mecanismo no ideal de la inversión extranjera para defensa contra el
quebrantamiento de reglas muchas veces tácitas de parte de gobernantes
urgidos por los grupos de poder económico nacional.
Me llama la atención cómo los
grandes capitalistas de Sevilla, Cádiz o Madrid, incluido los banqueros no
fuesen españoles en los siglos XVI, XVII y XVIII cumbres del imperialismo
español. En paz o en guerra de sus países los “Consulados” de
comerciantes ultramarinos proseguían sus operaciones con el apoyo de sus estatutos
respetados por los reyes de España. Incluso la violación de usar las “flotas” para
el transporte de mercancías y de minerales preciosos se saldaba con “capitulaciones” o
acuerdos de toma y daca. Sorprende igualmente que los banqueros alemanes
o genoveses prestasen capitales enormes a los monarcas españoles
con la garantía de minas o privilegios que realmente se ejecutaban tras el
inútil debasamiento de la moneda.
No podemos creer que esa
garantía que daba el “derecho de gentes” a la seguridad de las
inversiones extranjeras en España procedía sola ni primariamente de la
aceptación del majestuoso poder de la ley o de la costumbre. Fue la continua
necesidad española para sus fines inmediatos -guerras de Flandes y de Italia,
comercio ultramarino con América y Filipinas- de tecnología, financiamiento y
capital físico extranjeros la que influyó decisivamente en la
creación de instituciones destinadas a asegurar los intereses de
capitalistas extranjeros.
Tal vez lo que más facilitó el
imperialismo comercial y militar inglés y norteamericano en Asia o en las
pequeñas repúblicas centroamericanas fue la carencia en los países
destinatarios de instituciones públicas que garantizasen las
inversiones de sus nacionales. Que estos no eran ángeles inocentes y benévolos
tampoco se puede negar. Tampoco sería honesto absolver a los gobernantes de
inversionistas extranjeros de exceso de poder y de desprecio a los países, a
los gobiernos y los ciudadanos recipientes de esas inversiones. Me
parece, simplemente, que uno de los determinantes más evidentes del
imperialismo fue y es la falta de instituciones confiables de los países
destinatarios.
b) En el caso específico,
aunque no exclusivo, del turismo influye cada vez más en el origen de
regulaciones la conciencia del agotamiento progresivo de los recursos naturales
y del impacto de muchos procesos productivos sobre el clima y el nivel de los
océanos.
El uso de recursos vitales
como el agua o la foresta en exceso de su capacidad de reproducción cuestiona
seriamente no solo la rentabilidad permanente de las empresas, turísticas
por ejemplo, sino el bienestar y hasta la supervivencia de personas e impresas
de otros sectores. Desiertos, erosión, variaciones climáticas, pobreza
biológica son algunos de los canales de transmisión del efecto de
actividades económicas sobre la calidad y la existencia de vida y no meros
fantasmas resultado de mentes afectadas por calentamientos ecológicos.
Todos comprendemos que las
empresas tratan de mejorar su rendimiento con los recursos disponibles y
al hacerlo ni ven ni quieren ver el impacto ambiental de su operación más allá
de sus límites geográficos o en personas que no son sus empleados. Pero como
ese impacto “extraempresarial” es hoy en día sustancial y cumulativo debemos comprender
que también el Estado y otras organizaciones no orientadas directamente a la
maximización o al simple logro de ganancias tienen la responsabilidad de
imponer regulaciones ecológicas y de exigir estudios ambientales previos a la
inversión. Estas regulaciones encarecen y en ocasiones hasta excluyen proyectos
de inversión que en otros tiempos de menor exposición ambiental
eran deseables. El dilema es más inversión ambientalmente irresponsable o
mejor calidad de vida (en casos extremos hasta posibilidad de ella).
El discernimiento de esta
aceptabilidad ecológica o ambiental es necesariamente discrecional. A la
discreción o a falta de ella se la condena en el tribunal de la teoría política
económica de hoy porque se presta a decisiones interesadas y a presiones de
grupos de intereses. Cierto. Pero ¿hay otra forma de vivir que no sea dejando
al interés de cada empresa que ella discierna la suerte de muchos ajenos a
ella?
Las garantías institucionales
a abusos de discernimiento está en primera línea en la transparencia de esas
decisiones; en segundo lugar en el juicio también cuestionable de organismos
internacionales o de los países de donde procede la inversión y, en última
instancia, en la conciencia colectiva de la sociedad, también influenciable por
exceso o por defecto de preocupación ecológica.
Conclusión
Quien quiera moñitos que
aguante jalones no por masoquismo sino por necesidad. Quien quiera inversiones
extranjeras especialmente turísticas -o al menos sus efectos en divisas y
empleo- que aguante regulaciones no por rentables sino por inevitables.
Los jalones son dos: seriedad
pública y privada en el cumplimiento de regulaciones y contratos, existencia de
un tribunal inapelable superior al económico: el de sustentabiliadad de
los recursos humanos todavía sin jueces pero con muchos fiscales.
Como dice Enrique Armenteros,
Presidente de la Junta Directiva de la Fundación Progressio, estamos bajando el
tono del diapasón de la discusión de temas ambientales en la discusión
política, centrada en técnicas de conquista y defensa del poder, cuando la
situación se agrava por el impacto cumulativo y no sólo marginal de
abusos ecológicos en el país y cuando en el mundo la conciencia de los
peligros y de las realidades ambientales crece. ¿Será que la arritmia histórica
dominicana es incurable?
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