Por Marcelo Peralta.
La grandeza de una madre se impone
en cada destello que impregna a sus criaturas.
La mente es maravillosa.
Ser madre no significa
cambiar pañales, calentar biberones, pelearte con los purés y parir para
reproducir la humanidad.
Significa cambiar tu vida, dedicar
tiempo, forma de pensar por tus hijos.
Dar todo tu corazón, entregar
fuerzas cada día para sacar a tus hijos adelante y enseñarles a vivir y
convivir.
Impulsarlos a que todo fluya
y refluya.
Hoy hablaré y escribiré en
primera persona.
Desperté recordando a la mejor
mujer que la Madre Naturaleza procreó.
Lo digo con holgura.
El mérito de la mujer se mide
por su capacidad de amar.
“Ningún idioma puede expresar
el poder, belleza y heroísmo del amor de una madre cariñosa, respetuosa de las
ideas y pensamientos”.
Así era mi madre Rosalía
Bernard.
Fue una especie de “paraíso”.
Llena de virtud.
Fue la reina del mundo.
Dejó a sus hijos en este
globo terrenal, porque el Creador del Universo tenía una sagrada misión con
ella.
Este Ser tan noble, para mí,
fue el intermedio entre Dios y el Ángel de la guarda que me cuida en cada paso que
doy.
Era tan angelical que tenía
sonrisa para todas las alegrías.
Poseedora de talentos
inigualables, comprensión y mi cómplice.
Era capaz de brotar lágrimas
en cada dolor que padecía.
Consuelo en las desgracias.
Disculpas con sus hijos en
las faltas que cometían.
Súplicas en los infortunios.
Esperanza en cada criatura
que engendró.
Una madre no puede vivir por
sus hijos e hijas, pero sí procura compartir lo máximo con ellos.
Paz a tu alma donde quiera que
estés.
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