POR NÉSTOR ESTÉVEZ – Periodista. Reside en Santo Domingo.
Desde siempre ha
habido diferencias entre los grupos humanos. El hecho de que alguien dejara el
hogar (saliendo de la cueva) ya marcaba el inicio de contextos y enfoques
diferentes de lo que hasta ese momento había sido una realidad compartida.
Más adelante, el
hecho de contar con armas para cazar, y eventualmente para la defensa,
implicaba nuevas diferencias, con nuevos contextos y enfoques. Mucho tiempo
después, con la Revolución Industrial se agrandaron las diferencias entre
propietarios y operadores de los medios de producción.
Pero un especial
hito lo encontramos al concluir la Segunda Guerra Mundial, cuando se asume
clasificar a los países entre “desarrollados” y “subdesarrollados”. Aunque
existían otras características, esas denominaciones aludían a algunos países
con altos niveles de tecnología y a otros muchos concentrados en la producción
de materias primas, respectivamente. Y estas últimas eran procesadas por
aquellos primeros.
Pero otra
característica de los denominados “países desarrollados” está relacionada con
un alto nivel de vida y muy alto desarrollo humano, temas asociados
fundamentalmente a riqueza, educación y sanidad.
Como el 80% de la
población mundial vive en el segundo grupo, se ha preferido poner un nombre
menos feo. Por eso se ha dejado atrás el término “subdesarrollados” y se ha
escogido la expresión “países en vías de desarrollo” o sencillamente “en
desarrollo”.
Otra denominación
usada ha sido “Tercer Mundo”, en recordación del “Tercer Estado”, como se le
llamaba al estamento más bajo de la sociedad francesa a fines del siglo XVIII.
También se ha considerado a los países pobres como un hemisferio “Sur”, aunque
en ambos hemisferios hay todo tipo de países. E incluso se ha llegado a llamar
“periféricos” a los países que guardan una relación de dependencia con los que
ejercen un papel dominante, llamados “del centro” o “centrales”.
En las últimas décadas la ONU elabora y difunde cada año el denominado Índice de Desarrollo Humano. En ese documento incluye los ingresos medios por habitante y contempla varios aspectos sociales para evaluar el nivel de desarrollo de un país, tales como alfabetización de la población, acceso a la sanidad, la esperanza vida al nacer, igualdad entre hombres y mujeres, entre otros. La propia ONU ha promovido los denominados Objetivos de Desarrollo del Milenio, de cara al 2015, y luego los Objetivos de Desarrollo Sostenible, con vistas al 2030.
En ambas
etapas se ha planteado la idea de lograr avances en la calidad de vida. En la
primera, mediante una declaración para luchar contra la pobreza, el hambre, las
enfermedades, el analfabetismo, la degradación medioambiental y la
discriminación de la mujer. Y en la segunda, a modo de enmienda de la primera,
planteando poner fin a la pobreza y a otras privaciones mediante estrategias
que mejoren la salud y la educación, reduzcan la desigualdad y estimulen el
crecimiento económico.
Como
novedad, en el segundo caso, se plantea el énfasis en el cambio climático y en
una mejor distribución de la riqueza entre países y a lo interno de los mismos.
Por eso encontramos desde propósitos como “poner fin a la pobreza en todas sus
formas en todo el mundo, en el objetivo 1; “promover el crecimiento económico
sostenido, inclusivo y sostenible, el empleo pleno y productivo y el trabajo
decente para todos”, como reza el objetivo 8, y “reducir la desigualdad dentro
de los países y entre ellos”, como se plantea en el objetivo 10.
En fin,
cada uno de los diecisiete objetivos propuestos representa oportunidades para,
si realmente se quiere, viabilizar planes y acciones que contribuyan con la
sostenibilidad y el bienestar colectivo. Para ello hace falta superar etapas,
entendiendo que los seres humanos no han de ser simples destinatarios de
acciones, independientemente de las buenas intenciones que medien para ello.
Hace
falta entender que aquello de “desarrollado” o “subdesarrollado”, como
expresiones del participio pasivo del verbo desarrollar, no se corresponde con
la dinámica de las sociedades.
Hace
falta entender que, independientemente de los índices de pobreza, nivel de
tecnología y capacidad instalada, cada lugar cuenta con un potencial endógeno
para dar un primer paso que represente avance con vistas a lograr mejoría de
vida.
Hace
falta entender que la tecnología es solo un medio (y no fin) para lograr
propósitos. Hace falta entender que las imposiciones suelen ir en vía contraria
frente a la sostenibilidad.
Cuando en
un territorio cualquiera, sus habitantes comprenden cuál es el potencial
endógeno, se organizan productivamente en función de él, esclarecen y unifican
su visión, y gestionan las alianzas que consideren pertinentes, se transita en
vía franca para generar verdadero desarrollo.
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